23 febrero 2006

Ratón Moral

Superado ya el traumático Día de Los Enamorados, creo que puedo drenar el ratón moral que me ha quedado. Y es que yo, perfeccionista, detallista y quisquillosa, de paso, también soy fanática de las fechas. Pocos días antes de alguna celebración, mi stress comienza a ascender como la espuma y aunque a veces tomo conciencia de ello, sencillamente no lo puedo controlar. Por supuesto que esto no es así con todos los feriados del calendario. Sólo con Navidad, Cumpleaños de mis seres más queridos, día del padre y la madre y Día de Los Enamorados. Suficiente para golpear la economía de cualquier hogar si tomamos en cuenta que en casa hay un cumpleañero todos los meses y cuando a ello se le suma alguno de estos feriados, entonces el golpe es doble!.

A medida que me han pasado los años me he vuelto menos romántica y menos cursi, es verdad, pero no he perdido el gusto por los detalles y si hay algo que me llena de satisfacción en la vida, es sorprender a mis seres queridos con un detalle que los deje sin habla en esas fechas especiales. Me encantan las sorpresas y, modestia aparte, mis sorprendidos tienen en gran estima el recuerdo que les he dejado cuando me ha tocado regalarles, porque realmente me afano en ello.

Paradójicamente me uní a una persona que es todo lo contrario de lo que yo soy. Tanto que ni siquiera se sabe la letra del Cumpleaños Feliz. Recuerda su cumpleaños porque sería el colmo que no fuera así!. Pues bien. Mi entrada anterior hacía alusión a esa situación y ésta ha sido uno de los grandes retos a vencer en nuestra relación. Si, si, si, ya sé que tengo que aceptar, tolerar, entender y respetar nuestras diferencias, pero esa aceptación y tolerancia, ese entendimiento y respeto debería ser mutuo, sino no tiene sentido. Pero, si bien es cierto esto, no quiero con ello justificar lo que pasó y que les cuento a continuación.

Para el fin de semana inmediatamente anterior al fulano Día de Los Enamorados, había hecho algunos planes. Necesitaba salir a comprarme un par de zapatos (mi debilidad) y a la peluquería (cosa que detesto, pero tengo que hacerlo). Aparte de esto, teníamos la mañana del sábado comprometida con el trabajo y para el domingo, Eduard ya me había sentenciado: Hay que sacar a los chamos… Tal cual, ni una palabra más ni una menos. Finalmente, así sucedió. El sábado trabajamos casi todo el día. Fue imposible que yo saliera a hacer mis cosa, así que pensé que como el domingo estaba predestinado a ser “de calle”, aprovecharía para al menos comprar mis zapatos (realmente mi debilidad) así que me levanté temprano (como siempre) y traté de despertar a Eduard, que no quiso levantarse (como siempre). Allí comenzó a ascender mi descontrol. Nueve de la mañana del día domingo y mi carácter felino estaba pasando ya de gatito desconfiado a pantera encerrada. La dejé pasar pensando que los centros comerciales estaban abiertos hasta las nueve de la noche. Distraje mi intolerancia viendo una película en televisión y finalmente nos alistamos para salir alrededor de las tres de la tarde. Cuando preparaba la pinta que me lanzaría encima recibí el segundo golpe a mi descontrol: para dónde vas tú con esa pinta si vamos al Parque del Este?! Dios Santo! Literalmente sentí como se llenaban los ojos de furia. Sentí que mi cara comenzó a arder y comencé a vociferar mi inconformidad, mi descontento y mi desacuerdo. Recibí a cambio ese mutismo típico de las personas que toman una decisión definitiva, invariable y determinante y no hubo forma ni manera de negociarla. No hay una cosa que me moleste más en este mundo que esa actitud inmutable, intransigente, intolerante e indolente (la misma que yo tenía respecto a mi punto de vista).

Protesté, peleé, lloré, pataleé, literalmente hice un berrinche de los que hacía de niña. No quería ir al cochino Parque del Este! y de verdad, tengo serias y grandes razones para no querer hacerlo, pero esa es harina de otro costal y no precisamente por el parque en sí, porque el parque me encanta… cualquier parque para mí en ese momento hubiera dado lo mismo. Finalmente, opté por la actitud más infantil. Irme obligada y aguarles la fiesta como me la habían aguado a mí. No hablé en todo el camino. Mi cara era una oda a la ira. Me senté en el fulano parque a no hacer absolutamente nada. Los chamos gozaron una bola, Eduard se volvió chamo también y la pasaron increíble jugando béisbol. Y yo, sentada en la grama rumiando mi amargura. Cuando era casi hora de regresar porque estaban por cerrar el parque, batí mi propio récord de malcriadez cuando se concentraron en jugar a mi alrededor y conmigo para tratar de contentarme y ninguno de los hombres de mi vida pudo sacarme ni siquiera el esbozo de una sonrisa. Regresamos de la misma manera que nos fuimos. La rabieta me duró TRES días!

Aún así, fui el lunes en la noche a comprar el regalo para mi enamorado, sabiendo de antemano que no recibiría nada para mí o recibiría algo totalmente equivocado porque conozco al personaje y desde que un día de los enamorados me regaló un casco nunca más esperé de él nada sensato o dulce. De vuelta a casa seguía con mi amargura y debo confesar que para esas alturas estaba más molesta conmigo misma por seguir estando molesta y lo peor era que me molestaba aún más pensar en ello. Era como un círculo vicioso. Una vorágine de ira que se hacía cada vez más fuerte y más amarga y me iba sumiendo en ella sin remedio. Llegó un momento en el que ni yo misma podía entender qué carajo era lo que me pasaba!

El martes, Día de Los Enamorados, por supuesto que fue de terror. No podía ni concentrarme en el trabajo pensando en todo lo que escribí (en mi entrada anterior) y predispuesta a lo mal que me iba a ir (como todos los años). De hecho pensaba almorzar con “mi amorcito” pero se levantó tarde (qué raro) y tuvo que irse a hacer “sus cosas”, lo cual por supuesto le impidió almorzar conmigo. Tiré la toalla. Fui a almorzar y a pesar de estar convencida de que no valoraría mi detalle (como siempre) le dejé el regalo donde pudiera verlo cuando regresara. Efectivamente la sorpresa surtió efecto, le encantó. Pero tuvimos que ir al cambiarlo porque ha engordado un poco desde la última que le compré ropa. No me sorprendió esto puesto que tengo cierta aversión a los días martes (siempre me salen mal las cosas ese día). Y de regreso a casa, mi regalo. Un reloj! Y unos zarcillos. Había decidido no guardarme nada así que le dije todo lo que sentía y todo lo que pensaba. Cómo me iba a regalar un reloj cuando dos días antes hablábamos de la colección de relojes que tengo! Además los zarcillos tampoco tenían nada que ver conmigo. Traté de explicarle de la manera menos traumática que sencillamente, como siempre, había recibido algo comprado para “salir del paso” no pensando en mí, sino pensando en lo más práctico y fácil para él. Cosa que no me parece justa. Preferiría no recibir nada (que a la final es lo que espero) que el insulto de “salir de mí” con cualquier cosa. Al final vendimos el reloj. Los zarcillos me los quedé. Y alrededor de las once de las noche salimos alrededor de la cuadra, nos tomamos unos traguitos en una tasca cercana y regresamos a las dos de la mañana. Yo con el alma enjuagada por haber drenado toda mi inconformidad y mis “rollos” y él, cansado y aporreado el pobre.

Al final… tuve que admitir que él nuevamente tenía la razón. Cuatro días después me desperté muy temprano, me levanté, fui al baño y volví a la cama con el rabo entre las patas, me recosté junto a él y le dije al oído: Sabes? Tenías razón. Perdóname. Todo lo que tenía era SPM (Síndrome Pre-Menstrual)… Y él solo respondió: Ya lo sé. Otra vez caí en tu trampa, tú nunca me haces caso. Y me abrazó. Me dio un beso y me dijo: Te amo. Le respondí: Yo también… pero todo lo que te reclamé y te dije era en serio!. Sólo me dijo: Necia!

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