Aquella tarde, después de la tortuosa hora de teoría y solfeo, el profesor Ascensión Rodríguez –Profesor Chonchón, como cariñosa y abusadoramente le llamábamos- repartió a cada quien la partitura de una nueva pieza. Eran tres páginas. Entre murmullos asombrados y ojos desorbitados, ahogábamos todos,
Aquellas tres páginas me miraban fijo desde el atril. Trataba de descifrar la nomenclatura de unos acordes que nunca antes había visto. El profesor ilustraba en el pizarrón aquellos que no conocíamos. Tan sólo la introducción era casi una página…
No le encontraba ni pie ni cabeza. Era pesada y fastidiosa
No podía escucharlo. Estaba sumergida en los tiempos. En los cambios. En aprender las notas nuevas y de paso, la introducción ¡tan lenta! No podía apreciarlo. Era extenuante, era sumamente difícil. Pero una tarde, salió.
Superada la introducción y de entrada en la pieza, la primera vez nada sonó más hermoso que la voz del profesor cuando nos dibujó en el aire: “Da capo e fin”… Nos miramos los unos a los otros. Lo habíamos logrado. Era una pieza hermosísima. Pero ese nombre, ese nombre no me cuadraba, sin embargo ya la pieza me sonaba. Esa tarde, cantó a mis oídos por primera vez, en las cuerdas de la estudiantina a la pertenecía desde hacía cuatro años, el segundo valse que más había logrado conmoverme desde Natalia del Maestro Lauro; acabábamos de interpretar “Quinta Anauco” y en la parte superior de la partitura, bajo el título, se leía: A. Romero.
Hace un año, alguien que quiero mucho me decía en medio de una tertulia: “¡No puede ser que no la hayas oído!” A lo que le respondí: “Si, claro que sí, pero no sabía que era de él” Hablábamos de “Lo que pasa contigo”.
Poco después, me encontraba en un lugar privilegiado del Centro Cultural Corp Group. El concierto abrió con “Quinta Anauco” y casi no pude volver a respirar hasta que dos horas después salía de la sala con una sobredosis de emociones que no puedo describir aún.
Hace una semana supe de su enfermedad. Carlos Moreán y otros Amigos (amigos de él y amigos del Maestro) organizarían un concierto en honor a él, como aquel al que asistí el año pasado pero además, para ayudarlo porque estaba muy mal y nos necesitaba. También, el año pasado, el Maestro Aldemaro hizo lo mismo para honrar y ayudar al Pavo Frank (otro señor ante el que hay que quitarse el sombrero).
No hubo tiempo. El Maestro Aldemaro se nos fue antes tumbando la flor del llano con su carrera… Tomó una nueva Carretera en la que los gavilanes de las nubes no le traerán por los cabellos a su catirita llanera… Un Carretera que nos ahoga a nosotros de distancia… Una Carretera que lo lleva a su “Quinta Anauco” del cielo, lejos de la que tenía aquí y que no era más que una sucursal. Una Carretera que nos separará físicamente de Polo a Polo, pero que no marcará distancias en nuestros corazones, en el alma, en la piel erizada y en las lágrimas emocionadas de todos aquellos que alguna vez comprendimos a través de su música, “De repente”, que es “Lo que pasa conmigo” y nos llevó “Poco a poco” por una obra maravillosa y extensa impregnada de una personalidad que vibra inabarcablemente en cada voz y en cada instrumento que interpreta a su genio.
Mi corazón, no dice Adiós, Maestro… Aquella noche en la que estrenamos “Quinta Anauco” en la Gala de Fundaoriental, aquella noche en que las mandolinas se convirtieron en las voces impecables de nuestros cuatros y las guitarras les extendían las manos para invitarlas a dibujar los compases de aquel valse hermoso en la pista azul marino de una noche clareada por la luna margariteña, aquella noche, Usted se inscribió en mi historia.
Mi corazón no dice Adiós, Maestro… y ora profundamente a Dios, en agradecimiento, por haberme permitido verlo acariciar su piano y llevar mi alma al éxtasis… por haberme permitido escuchar en su voz pronunciando muy quedamente, como aquella introducción que tanto nos costó lograr en la estudiantina: “Gracias”.
No, Maestro ¡Gracias a Usted!
Descanse en paz.
Besos que callan.