Desde que estaba en tercer grado mi padre premió mis buenas notas y conducta con pasar las vacaciones con mi abuela, aquí en Caracas. Vine todas las vacaciones escolares hasta que cumplí catorce.
Mi abuela vivía en Manicomio y me chocaba que de toda Caracas, tuviera que vivir en un sitio llamado así. Frente a la casa había una panadería y la calle era una pendiente de aceras altas y En la esquina, había siempre un grupo de muchachos volando papagayos o jugando chapitas. Yo, los veía de lejos, les temía. Me parecían demasiado pícaros, tremendos, atrevidos, violentos y arrojados. Sabían más que yo, de todo. Eran los propios granujas de la capital, así que nunca salía sola y me aburría horrores, encerrada en aquella habitación que olía a Caracas: smog, humedad, ciudad sucia, casa limpia, pan fresco y café aguarapado y sonaba a cornetas, grillos y sapitos.
Pero, los paseos eran grandiosos. Miraba estupefacta la altitud de los edificios y me maravillaban la amplitud de las avenidas, las coloridas y elegantes vitrinas de las tiendas y la transformación que sufrían los caraqueños, según estuvieran en la superficie de la ciudad o en el subsuelo para abordar el Metro.
Abuela me llevaba a todas partes. Pero los lugares que recorríamos nunca me los aprendí. Aún hoy, no logro ubicarme al primer intento.
Sin embargo, hubo un lugar… y no puedo evitar suspirar ahora… hubo un lugar en Caracas que nunca he olvidado. Recuerdo la primera vez que me llevaron allí como si hubiera sido ayer. A ese lugar regresé cada vez que vine de nuevo a Caracas y ahora que vivo aquí, voy cada vez que puedo. Más que poder ir de nuevo, se me ha convertido en una necesidad.
Cada vez que voy, siento la misma fascinación que la primera vez. Es un lugar que me abstrae, es un lugar mágico que se apodera de mí y de lo que soy, que me secuestra el pensamiento y para recuperarlo, no me queda otra que escapar, aunque él, con su encanto y con su magia, vuelve a encontrarme y me hipnotiza para llevarme de nuevo allí… Ese lugar es Bellas Artes.
No son más que tres o cuatro cuadras desde que sales de la estación del Metro de Bellas Artes hasta La Plaza de Los Museos. Pero una vez superada la salida del Metro y puesto el primer pie sobre la acera de enfrente, todo cambia. El mosaico de las aceras es una tricotomía de emociones por color y forma. Cada vez que doy un paso siento algo diferente. Cada vez que volteo la mirada, me enamoro más de ese sitio. Y es que es algo sencillamente sublime y fantástico para mí, estar ahí.
Me fundo en las barbas y melenas sin lavar de los artesanos, rastafaris o góticos, me pierdo tras los anteojos de cada intelectual y se me ensucian los pies con el polvo mágico de esa calle tras las sandalias tipo romanas que venden en los puestos protagonizados por el cuero. Si, eso ¡protagonizados! ¡Esa es la palabra! Porque en ese sitio todo es protagonista. Todo, objeto o persona, es actor e intérprete de su propio sueño, de su propio arte, de su propia historia. Por supuesto, hay sus cuantos espectadores, disfrazados o no, pero ¡¿qué sería del show sin ellos?!
Me encanta. Cada vez que voy me gusta más ese lugar. No me importa que se me cubra la piel de polvo y que el tipo que inventa los juegos que te retan a pensar, huela a sudor. No me importa que haya un peruano sentado aquí vendiendo lo suyo y que los artesanos de enfrente lo insulten llamándolo buhonero. No me importa que aquel muchacho me embistiera de tal modo que casi caigo de espaldas, porque estaba idiotizado evitando que su fuchi cayera al piso. No me importa nada. Sólo por estar allí hasta las cotufas saben a gloria, el café aguado de la entrada provisional del Museo de Ciencias sabe mejor que cualquier capuchino panna del Mc Donald's más limpio (falso) del mundo y, por Dios, el rotí con salsa de tamarindo es lo mejor que me he comido en la calle. Sólo por el hecho de estar allí, siento que vuelo y desaparecen las reparaciones que hacen en la Plaza de Los Museos. El ruido de la calle, desaparece tras el ritmo sabroso del merengue que interpreta el viejito orquesta – él solo, toca cuatro, maracas, charrasco, tambora, sinfonía, canta y de paso hace bailar un par de títeres frente a él – con sus colores de bandera y sus premios como cultor exhibidos con orgullo a un lado de la rústica silla que le sirve de escenario. Su música suena hasta confundirse con la caricia de los saxos de bambú y los “palos de lluvia”. En ese lugar los atrapasueños pesan de tanta y tanta magia que se pega a sus redecillas.
De los museos, ni hablar. Sobre todo La Galería de Arte Nacional y El Museo de Arte Contemporáneo. Entrar en ellos me sumerge en otro mundo. Sentarme en el jardín interno de uno o de otro, es sencillamente suspirar y no respirar simplemente. Es tratar de absorber de su atmósfera un encanto que embriaga y exhalar desde lo más profundo para soplar en el agua del estanque interno de La Galería... ¡qué grande eres Villanueva!
Qué más puedo decir… meterme en la librería del Ateneo es transportarme a otra dimensión. Nadie me saca de allí sin una buena razón o un buen libro. Pasearme por sus salas, aprenderme los carteles de las obras que presentan y hacer inventario de la gente haciendo cola en la taquilla para entrar a disfrutar de alguna obra, es algo que me anula. Es que no soy yo ¡Me salgo de mi misma!
Una vez fui acompañada de Christian. Luego de tanto insistirme para que nos fuéramos porque tenía hambre y no le gusta el rotí, me dijo muy serio: - Mamá, un día de estos vamos a venir los dos y voy a regresar yo solo… Tú te vas a quedar por aquí como una recogelatas.
Quizás si. Un día me voy a quedar ahí sentada en una acera de esas, hasta que me crezca el pelo como el tío cosa y descubra el misterio de los extraterrestres en el guaraira repano. Un día de estos, me voy a quedar vagando por ahí, mirando todo con la boca abierta y riéndome sola, como si nunca antes hubiera estado en ese sitio y como si me hubiera fumado todos los inciensos del paseo.
¿Será eso? ¿Será que esos inciensos están “aliñados”?… ja ja ja ja. No lo sé. Pero me encanta.
Besos que ladran!