22 febrero 2007

Un Rincón para Mí


Desde que estaba en tercer grado mi padre premió mis buenas notas y conducta con pasar las vacaciones con mi abuela, aquí en Caracas. Vine todas las vacaciones escolares hasta que cumplí catorce.

Mi abuela vivía en Manicomio y me chocaba que de toda Caracas, tuviera que vivir en un sitio llamado así. Frente a la casa había una panadería y la calle era una pendiente de aceras altas y En la esquina, había siempre un grupo de muchachos volando papagayos o jugando chapitas. Yo, los veía de lejos, les temía. Me parecían demasiado pícaros, tremendos, atrevidos, violentos y arrojados. Sabían más que yo, de todo. Eran los propios granujas de la capital, así que nunca salía sola y me aburría horrores, encerrada en aquella habitación que olía a Caracas: smog, humedad, ciudad sucia, casa limpia, pan fresco y café aguarapado y sonaba a cornetas, grillos y sapitos.

Pero, los paseos eran grandiosos. Miraba estupefacta la altitud de los edificios y me maravillaban la amplitud de las avenidas, las coloridas y elegantes vitrinas de las tiendas y la transformación que sufrían los caraqueños, según estuvieran en la superficie de la ciudad o en el subsuelo para abordar el Metro.

Abuela me llevaba a todas partes. Pero los lugares que recorríamos nunca me los aprendí. Aún hoy, no logro ubicarme al primer intento.
Sin embargo, hubo un lugar… y no puedo evitar suspirar ahora… hubo un lugar en Caracas que nunca he olvidado. Recuerdo la primera vez que me llevaron allí como si hubiera sido ayer. A ese lugar regresé cada vez que vine de nuevo a Caracas y ahora que vivo aquí, voy cada vez que puedo. Más que poder ir de nuevo, se me ha convertido en una necesidad.
Cada vez que voy, siento la misma fascinación que la primera vez. Es un lugar que me abstrae, es un lugar mágico que se apodera de mí y de lo que soy, que me secuestra el pensamiento y para recuperarlo, no me queda otra que escapar, aunque él, con su encanto y con su magia, vuelve a encontrarme y me hipnotiza para llevarme de nuevo allí… Ese lugar es Bellas Artes.

No son más que tres o cuatro cuadras desde que sales de la estación del Metro de Bellas Artes hasta La Plaza de Los Museos. Pero una vez superada la salida del Metro y puesto el primer pie sobre la acera de enfrente, todo cambia. El mosaico de las aceras es una tricotomía de emociones por color y forma. Cada vez que doy un paso siento algo diferente. Cada vez que volteo la mirada, me enamoro más de ese sitio. Y es que es algo sencillamente sublime y fantástico para mí, estar ahí.

Me fundo en las barbas y melenas sin lavar de los artesanos, rastafaris o góticos, me pierdo tras los anteojos de cada intelectual y se me ensucian los pies con el polvo mágico de esa calle tras las sandalias tipo romanas que venden en los puestos protagonizados por el cuero. Si, eso ¡protagonizados! ¡Esa es la palabra! Porque en ese sitio todo es protagonista. Todo, objeto o persona, es actor e intérprete de su propio sueño, de su propio arte, de su propia historia. Por supuesto, hay sus cuantos espectadores, disfrazados o no, pero ¡¿qué sería del show sin ellos?!

Me encanta. Cada vez que voy me gusta más ese lugar. No me importa que se me cubra la piel de polvo y que el tipo que inventa los juegos que te retan a pensar, huela a sudor. No me importa que haya un peruano sentado aquí vendiendo lo suyo y que los artesanos de enfrente lo insulten llamándolo buhonero. No me importa que aquel muchacho me embistiera de tal modo que casi caigo de espaldas, porque estaba idiotizado evitando que su fuchi cayera al piso. No me importa nada. Sólo por estar allí hasta las cotufas saben a gloria, el café aguado de la entrada provisional del Museo de Ciencias sabe mejor que cualquier capuchino panna del Mc Donald's más limpio (falso) del mundo y, por Dios, el rotí con salsa de tamarindo es lo mejor que me he comido en la calle. Sólo por el hecho de estar allí, siento que vuelo y desaparecen las reparaciones que hacen en la Plaza de Los Museos. El ruido de la calle, desaparece tras el ritmo sabroso del merengue que interpreta el viejito orquestaél solo, toca cuatro, maracas, charrasco, tambora, sinfonía, canta y de paso hace bailar un par de títeres frente a él – con sus colores de bandera y sus premios como cultor exhibidos con orgullo a un lado de la rústica silla que le sirve de escenario. Su música suena hasta confundirse con la caricia de los saxos de bambú y los “palos de lluvia”. En ese lugar los atrapasueños pesan de tanta y tanta magia que se pega a sus redecillas.

De los museos, ni hablar. Sobre todo La Galería de Arte Nacional y El Museo de Arte Contemporáneo. Entrar en ellos me sumerge en otro mundo. Sentarme en el jardín interno de uno o de otro, es sencillamente suspirar y no respirar simplemente. Es tratar de absorber de su atmósfera un encanto que embriaga y exhalar desde lo más profundo para soplar en el agua del estanque interno de La Galería... ¡qué grande eres Villanueva!

Qué más puedo decir… meterme en la librería del Ateneo es transportarme a otra dimensión. Nadie me saca de allí sin una buena razón o un buen libro. Pasearme por sus salas, aprenderme los carteles de las obras que presentan y hacer inventario de la gente haciendo cola en la taquilla para entrar a disfrutar de alguna obra, es algo que me anula. Es que no soy yo ¡Me salgo de mi misma!

Una vez fui acompañada de Christian. Luego de tanto insistirme para que nos fuéramos porque tenía hambre y no le gusta el rotí, me dijo muy serio: - Mamá, un día de estos vamos a venir los dos y voy a regresar yo solo… Tú te vas a quedar por aquí como una recogelatas.

Quizás si. Un día me voy a quedar ahí sentada en una acera de esas, hasta que me crezca el pelo como el tío cosa y descubra el misterio de los extraterrestres en el guaraira repano. Un día de estos, me voy a quedar vagando por ahí, mirando todo con la boca abierta y riéndome sola, como si nunca antes hubiera estado en ese sitio y como si me hubiera fumado todos los inciensos del paseo.

¿Será eso? ¿Será que esos inciensos están “aliñados”?… ja ja ja ja. No lo sé. Pero me encanta.

Besos que ladran!

13 febrero 2007

¿El día de qué? ¡Ah! Ese… (El Mejor Regalo)


El año pasado escribí, para el día de los enamorados, una lista de las cosas que NO quería recibir y otra de las cosas que esperaba. La primera más larga pero la segunda más difícil. Este año estoy completamente resignada y convencida de que no solamente no recibiré algo que me conforme, sino que sencillamente no recibiré nada. Este año decidí anular esta fecha.

No dejo de pensar en las cosas que he escuchado o visto estos días. Desde artículos encartados en las revistas del domingo sobre qué regalar hasta historias de amor, las quejas típicas y constantes de cada quién, los regalos más cursis y los más bonitos (acaso ¿no es habitualmente lo mismo?); que si es un festín para el comercio, que si nosotros celebramos todos los días, blah, blah, blah, blah ¡Puro gamelote!

Para empezar, no es día instaurado por el comercio, sino por la iglesia (de algún modo, sinónimos), para conmemorar a San Valentín, cuya historia por cierto es cruel, como todas las que la iglesia nos taladra en el cerebro para convencernos de que solo llevando una vida de dolor, sufrimiento y martirio, llegaremos al cielo. Si, Luis. ¡Sabotéate la felicidad mientras vivas, para que la disfrutes después de muerto! ¡Já!

Por otra parte, veo aquello de que “el Día de los Enamorados es todos los días¡Por favor! Imagino la cola de tipos comprando flores todos los días para no llegar a casa con las manos vacías (aparte de sucias). O, comprándole, cada vez que se paran en la panadería a comprar los cigarritos (o en la licorería a comprar la del camino) un chocolatito a la mujer, que después con los años le reclamarán cuando haya aumentado unos 20 kilos. Seguramente, todas las mujeres se esmeran día a día en sacar tiempo de donde no tienen (o les sobra) para prepararle al “Rey de La Casa” aquel asado negro que tanto le gusta y que tanta lata da prepararle, para que lo termine comparando con el de “su mamá”. Seguramente, todos los días dejan de endeudarse con Avon y Ebel, para meterse en un Sex Shop y comprar algún juguetito novedoso o el negligé aquel, que le quita el sueño al pobre tipo, cada vez que Marjorie de Sousa aparece semi en cueros en la tele. Seguramente, a hombres o mujeres, nunca nos faltan estos detallitos diarios, porque el día de los enamorados es todos los días ¡Se nos desborda la ternura!

Yo he crecido rodeada de hombres. En mi casa, mis amistades y mis trabajos siempre ha imperado el género masculino. Y lo mejor que he aprendido de ellos es saber qué esperar y qué no esperar. Por ejemplo, aprendí que el truquito ese de señalarle al “papirruqui”, el perfume (vestido, joya o zapatos) que tanto te gusta, en cada tienda que ven juntos , no funciona y ¿sabes por qué? Porque, si, el tipo está al lado tuyo, pero sólo físicamente. Mentalmente, se quedó en la tienda de electrónica que pasaron hace más de tres pasillos y cuando le hablas, escucha gaviotas y el murmullo del mar. Así que a menos que tenga la disponibilidad de comprártelo en el acto ¡Olvídalo! Jamás recordará lo que le estás diciendo, tampoco captará la indirecta y si lo hace, no recordará la talla o el color (mucho menos el autor del libro aquel buenísimo que te recomendaron).

Yo trabajo en una oficina donde soy la única mujer y ya hice las reservaciones en sendos restaurantes para mis jefes y sus parejas “legales” y aparté los ramos de flores (las de siempre) para cada una. Pero también hice (hace mucho más tiempo aún) las reservaciones para un fin de semana de película para mis jefes y sus respectivas “amigas”.

De ellos he oído estas expresiones: Si no le llevo flores a Fulanita ese día, me mata! O, Si no saco a Fulanita ese día, se muere. Así que en previsión de todo este terror infundado, las llevarán al restaurante que tanto les gusta donde, a razón de la cantidad de gente que habrá ese día, les atenderán mal, la comida no será la de siempre y te cobrarán igual un ojo de la cara; les llevarán sus flores (las mismas de todos los cumpleaños, aniversario, etc., etc., etc.) y ¡listo! Ya más tranquilos y con las conciencias limpias, disfrutarán el fin de semana con las niñas aquellas que traen loquitas hace meses.

Yo, como mujer y como pareja, hace tiempo perdí esa ingenuidad de quinceañera. Soy bien realista. No espero serenatas, poemas, flores o chocolates, porque sencillamente conozco muy bien a la persona con quien estoy y no es su estilo. Es más, no tiene ninguno. Y en cuanto a lo que puede esperar él de mí, pues ha tenido que acostumbrarse a esperar cualquier cosa. Desde entrar a una habitación llena de globos hasta recibir la multi-herramienta HKDGZ12354-3000, que alguna vez lo hizo babear en alguna ferretería porque trae desde micro-destornillador hasta el trinche para la parrillera.

Así que el Día de Los Enamorados, como lo conciban, hombres o mujeres, pensemos un poco más de lo acostumbrado, con objetividad. No olvidemos a quien tenemos al lado. Total, l@ vemos todos los días y todos los días nos calamos sus vainas ¿Por qué olvidarlo ahora? ¿Por qué hacer lo mismo que todo el mundo? Y me refiero a que la mitad de todo el mundo lo celebra y la otra mitad no. Tan solo pensemos un poco e involucrémonos en algo como pareja al mismo tiempo y por una vez en la vida, poniéndonos de acuerdo. Ese me parece un buen regalo.

Por mi parte, el mío será original. Le dejaré esta notita por ahí:
- Mi amor, ya sé que te regalaré el Día de los Enamorados… ¡La tranquilidad de que, este año, ese día para mí no existe!

Así dejará de dar vueltas en la cama y quitará la gran cara de preocupación que carga hace unos días. Se ahorrará unos reales y un dolor de cabeza, porque igual nunca quedaré conforme.

Feliz Día de San Valentín o de Los Enamorados (como prefieran)

Besos que Ladran!

05 febrero 2007

¿A quién le gusta estar solo?

Hay momentos para estar solo. Pero ¿qué pasa cuando estamos solos sin querer estarlo? Cuando, aún estando en compañía, nos sentimos solos o cuando sencillamente ansiamos compañía y no la tenemos.

Comer, ir al cine, disfrutar de un concierto o soplar las velitas de cumpleaños, por citar algunos, son momentos en los que siento imperiosa necesidad de compartir. Es como una manera de celebrar esas bendiciones. Los despechos, las decepciones, las tristezas o las preocupaciones, puedo sobrevivirlas sola, más fácilmente, que meterme en un cine o almorzar sin compañía.

Quizás por eso, son esos momentos de soledad obligada en los que me abro más al mundo y mi disposición a observar y comprender se exacerba. Los engranajes de mi cerebro comienzan a moverse y rechinan. No puedo poner en “pausa” mi cerebro y comienzo a divagar imaginando cosas que pueden suceder respecto a cosas que suceden, sus consecuencias y finalmente me preocupo o emociono, antes de tiempo. La soledad me da espacio para pensar ociosamente.

Abro mis oídos y disfruto cada sonido de cuanto me rodea. Las voces, los cubiertos de la mesa contigua, los cornetazos y las mentadas de madre del tráfico, la música que suena en el ambiente o la que llevo en mi cabeza. Todo es válido con tal de acallar el ensordecedor escándalo de silencio que trae siempre consigo la soledad no deseada. Esa soledad que es mala consejera, aunque resulta buena compañía a la hora de hacer dieta.

Cuando voy sola a un restaurante, por ejemplo, y no tengo asuntos imperantes que resolver en mi interior, me acompaño de lo que me rodea. Es así, como el mesonero inquiere mi orden más de una vez, pues en el momento en que me lo preguntó hace unos segundos, apenas venía regresando mentalmente de la historia que le hilaba a la pareja de la mesa del rincón.

Veo a las personas e imagino, por sus caras, en qué pueden estar pensando o qué clase de vida llevan. Invento una novela, una historia, a la señora que está sola en el fondo, mirando a cada rato el reloj y apagando un tercer cigarrillo mientras su bebida aún está a la mitad. Imagino el alivio que debe sentir aquella otra que logra, al fin, que los tres niños que trae se queden quietos y no hablen más alto de lo “debido”. Imagino lo importante que debe ser el negocio que mantiene a aquel hombre pegado al celular, la calculadora y las notas en la agenda, mientras la comida se enfría igual que la mirada de la mujer que lo acompaña.

Es así como he notado que en las mesas de mujeres solas, siempre hablan de una que no está o de uno que se “portó mal”. Y aquellas donde hay un grupo de hombres solos, son mis favoritas, porque trato siempre de adivinar de qué hablan y nunca acierto, excepto por algunos, tipo intelectuales, que tratan de arreglar al mundo (teóricamente, claro está).

Cuando termina ese lapso de soledad obligada camino comentándome lo que acabo de oír o pensar. Generalmente despido a la soledad como si acabara de compartir un tortuoso café conmigo. Generalmente, termino recriminándole lo mismo: La próxima vez, avísame antes de venir (Para preparar una excusa infalible que me impida tener que soportarte).

Ella sabe que me cae mal y sabe que siempre llega inoportunamente. Aún así, se auto-invita. Tiene un sentido muy agudo para escoger el peor momento o simplemente sabe cómo fastidiarme. A veces creo que lo hace a propósito.

Pero, cuando la necesito, debo suplicarle que aparezca. Debo hacerle una escena histérica para que me oiga y anhelo con todo el corazón, que bastara con hacer algún “click” para tenerla.

Mi soledad tiene personalidad y ¡vaya, qué es difícil! Es esquiva, lejana y arrogante cuando me sabe a sus pies. Pero cuando le doy la espalda, se vale de cualquier artimaña o zancadilla para volver a instalarse en el lugar o en el momento menos oportuno.

Tengo la cartera llena de servilletas escritas en momentos de soledad inoportuna y esto, es una muestra de las cosas que me pasan por la cabeza. Quería compartirlo.

Besos que ladran!